sábado, 24 de julio de 2010

"Translatina" un documental peruano


Translatina, es un documental peruano, dirigido por Felipe Degregori, que expone la durísima realidad de las personas transgénero en América Latina. A lo largo de 93 minutos se recopilan testimonios recogidos en Perú, Argentina, Uruguay, Méjico, Honduras, el Salvador, Chile, Brasil e Italia a lo largo de más de tres años de producción y 100 horas de rodaje.


En el documental, mujeres transexuales de América Latina relatan sus historias, como se enfrentan al rechazo, la humillación, la exclusión social y la falta de acceso a derechos como la educación, la salud y el trabajo; a veces, simplemente, a la violencia física y la muerte. Registra además, entrevistas a autoridades de la salud y la justicia, y refleja el trabajo de organizaciones no gubernamentales que comenzaron a exigir a sus gobiernos oportunidades para la inclusión social y el cumplimiento de los derechos de este grupo poblacional.

El documental, que fue estrenado este año, fue auspiciado por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/sida (ONUSIDA) y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).


El cielo que Cortázar no Imaginó y Fukuyama menos - Andén 38


Por Tomás Roner

La historia ha jugado malas pasadas a quienes se aventuraron en pensar cómo sería el futuro. Desde Fukuyama hasta Macri y Carrió, la futurología no ha logrado instalarse como una mirada social o científicamente atendible. La posibilidad abierta de un futuro diferente y auténtico, deja de ser una sospecha y se convierte en un camino a recorrer.

“El otro cielo” lleva de título un gran cuento de Julio Cortázar donde el personaje central es un porteñísimo corredor de Bolsa que se debate entre votar a Perón o a Tamborini mientras va y viene en el tiempo desde Buenos Aires a París. La narración maneja unos niveles de tensión increíbles, hay elementos perturbadores por doquier, como decía Chejov: “la buena literatura está atravesada por armas siempre a punto de dispararse”. Sin embargo, lo interesante a los efectos de este artículo es el lugar que ocupa en aquella narración el “Pasaje Güemes”. Estas galerías son el lugar de interrupción de tiempo y espacio, cuando el protagonista la atraviesa, cambia de continente y retrocede alrededor de cien años en el tiempo.

Hoy estamos en un contexto histórico que nos permite sentir el estrepitoso fracaso de la teoría predictiva de Fukuyama acerca del fin de la historia y algunos hasta se animan a colocarle un rótulo propio de la música tildándola de “teoría ochentosa”.

Ríos de tinta se han escrito acerca de que la obra de este tecnócrata estadounidense de origen japonés fue en cierta forma una resignificación de aquel final de la historia hegeliano donde es explicada como un despliegue de la razón deviniendo en lo absoluto que resulta ser al mismo tiempo, el punto de llegada de la propia obra filosófica de Hegel.

No es necesario explicar hasta qué punto en ambos casos la historia inmediatamente posterior se ocupó de refutarlos contundentemente, tal es así que Enrique Del Percio con ironía dolinesca afirma: “Después de las predicciones acerca de un último hombre, cada vez que alguien sugiere estar ante el fin de la historia o algo por el estilo, no hago más que entusiasmarme y esperar inminentes cambios de paradigmas”.

Sin embargo, aunque superada por una realidad que se impuso, esta teoría todavía encuentra en el escenario político argentino ciertos cálidos hogares para explayarse. Basta para ello prestar atención a las declaraciones de dirigentes como Mauricio Macri y Elisa Carrió quienes frecuentemente afirman estar en un presente histórico donde ya no hay ideologías sino buenas o malas gestiones y en el que es la eficacia el parámetro principal/ único de análisis.

La teoría del fin de la historia supuso entender que el motor de la historia se había por fin detenido y que la democracia liberal emergía como el único sistema político posible en un contexto donde las relaciones estaban cada vez más enmarcadas en un proceso dado a conocer como globalización. Sin embargo, hace tiempo que tesis como ésta encuentran fuertes cuestionamientos dentro de las ciencias sociales. Es así como el sociólogo Aníbal Quijano sostiene que en realidad la globalización no es más que parte o acaso la culminación de un patrón de explotación denominado “colonialidad del poder” e iniciado con la conquista de América, y la apuesta debe dirigirse a la descolonización de esa matriz de poder. Es así como en el ámbito de las ciencias sociales, también hasta hace poco atravesado por el nihilismo de la imposibilidad crítica, el escenario comenzó a agrietarse de la mano de nuevas corrientes como el programa modernidad/colonialidad encarnado por intelectuales como el ya citado Aníbal Quijano y otros como Enrique Dussel (emblema de la filosofía de la liberación en los setenta) o Walter Mignolo.

Desde la dimensión de lo político, desde aquel momento hasta entonces, el mundo y sobre todo Latinoamérica ha visto sucumbir el fukuyamismo a partir de la aparición, en un principio, del “neozapatismo” en México o del Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra en Brasil y, en los últimos años, de la mano de gobiernos con base fuertemente popular en gran parte de la región (con Bolivia como ejemplo paradigmático). Asimismo, numerosos países de la Comunidad Europea y los Estados Unidos atraviesan crisis económico financieras sin precedentes que obligan a repensar el imperativo de la libertad de mercado.

Fue justamente a partir de la aparición de expresiones como el EZLN que se empezó a escuchar cada vez con más fuerza la consigna del “Un mundo donde quepan otros mundos”, un grito desde la herida colonial que arrastra 500 años de lucha y resistencia.

Es ahora, donde retomamos a Cortázar y a su pasaje Güemes. Aquellas galerías funcionan como “un otro cielo” siendo la expresión de una idea muy fuerte dentro de la literatura y sobre todo de la filosofía heredera del surrealismo del Siglo XX expresable en palabras de Paul Eluard: “hay otro mundo y está en éste”. Es así, como queda claro que procurar aquella otra realidad que habita ésta, resulta una idea también enmarcable en una tradición eurocentrada.

Vemos entonces, cómo es posible extraer tanto desde una tradición latinoamericanista heredera de siglos de colonialidad del poder y de una tradición filosófica más bien de corte europeo, una propuesta similar. A menudo es observable cómo en el ámbito académico se critica a la red modernidad/colonialidad por propugnar un relativismo cultural o por tener un proyecto empañado por la nostalgia y meramente celebratorio de un pasado indígena. Sin bien, obviamente en otro registro, las críticas son similares a las que se le realizan a proyectos políticos como el de Evo Morales: la conformación de un proyecto romántico lisa y llanamente reducible a un retroceso a formas ya superadas.

Esto no hace más que obligarnos a sacar a relucir el concepto de “transmodernidad” de Dussel en el cual el filósofo argentino expresa que el proyecto decolonial no supone de ninguna manera una oposición absoluta frente a Europa sino que apuesta a la convivencia de la diversidad cultural y al reconocimiento de igual a igual. De hecho, hasta apuntala valiosas conquistas occidentales como los Derechos Humanos.

En este sentido, la existencia de un gran pasaje Güemes en los rincones perdidos del eurocentrismo y en el corazón mismo de la tradición latinoamericana parece ser un punto de diálogo propicio para establecer intercambios y desarrollar proyectos mutuos transformadores de la sociedad.

Cortázar imaginó un otro cielo y el objetivo hoy debería apuntar a habitarlo y, en palabras de Walter Mignolo, transformarlo en “un cielo otro”.

(Tomado de Página Anden)




El negro mar de la colonialidad - Llorar sobre el petróleo derramado - Andén 41


Por Santiago I. Sánchez

Estaban todos los árboles verdes y llenos de fruta, y las yervas todas floridas y muy altas, los caminos muy anchos y buenos; los ayres eran como en abril en Castilla; cantava el ruyseñor...”. Así escribía Colón en su diario personal de viajes, el 13 de Diciembre de 1492. Maravillado por lo que pensaría como Paraíso Terrenal, luego finalizaría la nota enfatizando: “Era la mayor dulçura del mundo. Las noches cantavan algunos paxaritos suavemente, los grillos y ranas se oían muchas...”. Colón había llegado al Caribe, esos trópicos adyacentes a lo que hoy conocemos como el Golfo de México, y cuyas aguas, clima y viento tropicales comparten ambos.

I

L

a vinculación de todos esos territorios a Europa habilitará el punto de partida de la efectiva mundialización del mundo, de aquello que en la sociología histórica se ha dado en llamar “sistema-mundo” (Wallerstein, 1974). Con aquella vanagloriada imagen del “Descubrimiento”, extasiada de lo natural, se dará el inicio de un secular proceso de encubrimiento del “otro”, del americano (Dussel, 1993). Porque de allí en más, el Caribe no será lo que sus originarios habitantes pensaron de él, sino el Edén bíblico, luego las “Indias Occidentales”, luego el “Nuevo Mundo”. Y así, el “sistema-mundo” moderno será también colonial.

Junto con una clasificación social racista, sustentada en las diferencias fenotípicas del color de la piel (Quijano, 2000), será también aquella representación de ecuatorial sobreabundancia de la “Naturaleza”, como el objeto pasivo que está ahí para ser tomado por el Hombre, la que refleje las construcciones ideológicas de un Renacimiento presto a colonizar lenguajes, memoria y espacio (Mignolo, 1995). A ese patrón de poder mundial, eurocentrado, lo llamaremos, entonces, colonialidad.

Y será en esas aguas cristalinas, edénicas para Colón, donde cristalizará lo más oscuro de nuestro presente: una gigantesca, infernal, mancha de petróleo. Son esas aguas surcadas otrora por flotas de galeones, a veces con oro del pasado, las que hoy se ven tristemente maculadas por el denso oro negro del presente. Es precisamente ese mar el que luego de 500 años de colonialidad terminó por ensombrecerse.


II

Acaso una de las peores catástrofes ecológicas en mucho tiempo. Una empresa dedicada a la extracción de petróleo, llamada BP (ex British Petroleum), está dejando como saldo de su lucrativa actividad unos varios millones de barriles de crudo diarios, que se diluyen en las corrientes del Golfo de México. Flora y fauna marítima están siendo devastadas irremediablemente por el avance de la famosa mancha contaminante, lo cual puede llegar a generar –dada la vastedad de la zona afectada- una incidencia “en cadena” sobre otros ecosistemas.

Mientras tanto, vemos en los periódicos y en la televisión a un presidente norteamericano arremangado, cuasi “descamisado”, visitando algunos lugares afectados, en la costa de Florida. Los titulares de cuanto medio de comunicación se ha encargado del tema afirman que Obama “se pondrá duro” con la empresa responsable. Pero ante los vanos intentos de BP de enmendar el problema, el “endurecimiento” de Obama y la farsa mediática, surge la ineludible pregunta: ¿se podrá poner fin a esa terrible mancha que avanza por los mares?

Para sorpresa de muchos, la corporación BP “se ríe de la ley”, no sólo elaborando ella misma los “estándares de seguridad” que se le deben exigir desde la autoridad estatal, sino también evadiendo cualquier tipo de registro medianamente verificable, asentándose en uno de los tan mentados “paraísos fiscales”, las Islas Marshall, cuyas oficinas -no casualmente-, están en Reston, Virginia, a unas pocas millas de Washington (Ver Le Monde Diplomatique, Nro 133, Julio 2010). A escasas millas de la Casa Blanca, en que trabaja el descamisado, belicoso paladín de la paz, Obama.

¿Cómo deberíamos tomar esta escandalosa situación de “irregularidad”? Parecería que esta denuncia, que vincula a la mega-empresa petrolera con el delito y la ilegalidad, deja esta situación trágica fuera de lo racionalmente posible y esperable dentro del actual patrón de poder mundial, cuando en realidad de lo que se trata es de des-cubrir la trama profunda que habilita pensar esta tragedia ya no como un “estado de excepción”, sino como la forma normal en que opera la colonialidad del poder. No es que no haya que hacer una denuncia, sino que es preciso ir aún más lejos de los límites “eurocéntricos” de la crítica y desmontar completamente el imaginario colonizado de la “teoría del desarrollo”.

Para ello, ante la premisa de los efectos benéficos del capital, la ciencia y la tecnología “bien aplicados” dentro del marco jurídico vigente, deberemos analizar detenidamente la conexión entre dependencia externa y explotación interna que sufren los países con economías “emergentes” (Escobar, 2010). La retórica del “desarrollo” no es más que otra de las caras que ha tenido la retórica de la “Modernidad”, ocultando siempre su lógica oculta, la de la colonialidad. Este desastre no es un efecto no deseado del desarrollo capitalista, sino el resultado de la lógica con que trabaja y se reproduce en el medio ambiente.

En este sentido, deberíamos enmarcar esta catástrofe no en un mero “afuera de la ley”, sino dentro de la lógica de la colonialidad. Las relaciones de dominación, explotación y conflicto por la apropiación de los recursos naturales (así como de otros ámbitos básicos de la existencia social, tales como la autoridad, el trabajo, la subjetividad, el género, etc.) que aquella supone, están en la base de este grave problema ecológico: “Occidente” ha exportado al mundo un tipo de relación profundamente “cosificadora”, fetichizadora, de los recursos ambientales.

No es ninguna novedad afirmar que la actual civilización mundial capitalista moderno/colonial no parece ser sustentable ecológicamente y mantiene hoy, como desde hace 500 años, una actitud fundamentalmente predatoria respecto al entorno y los recursos naturales, como lo hace con el resto de los ámbitos de existencia social. No hace falta ser muy radical para ver esto: sólo basta ver los alarmantes índices que provee el propio Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA - http://www.pnuma.org).

Por lo tanto, más allá de que esta falla técnica que produjo el gran derrame de hidrocarburos sobre el océano sea solucionada, y se limpien los miles de km2 de aguas y costas contaminadas, no parece probable que el problema ecológico contemporáneo sea saldado.

Entonces, volvemos a cuestionarnos: ¿se podrá poner fin a esa terrible mancha que avanza por los mares? La mancha ya no es solamente petróleo.

III

Como sostiene Enrique Dussel en sus 20 Tesis de Política, el “costo” ambiental -o ecológico-, no forma parte de la ecuación de costos/beneficios del inversor capitalista. Esto significa que, paralelamente, el contenido de las instituciones a nivel del campo político no cumple con las demandas provenientes de otras esferas, sean estas económicas, culturales o, como es este el caso, ecológicas (Dussel, 2006). Precisamente, en eso estriba la imposibilidad fáctica, a nivel “material”, de sostener no sólo una “reproducción ampliada” del capital, sino de la vida.

La inclusión del costo ambiental debe ser el primer paso para comenzar a hablar de una economía política que pretenda ser alternativa. Para ello, sin embargo, no parece suficiente seguir afirmando, como ya se viene haciendo, la necesidad de contar con otras formas de energía, buscar fuentes renovables, reciclar materias primas, etc. Hay que tener presente que la ciencia occidental ha sido, en gran medida, mantenedora de esta conciencia fetichista y predatoria. Entonces, parece necesario -junto con lo anterior- deconstruir el complejo bagaje eurocéntrico que ha colonizado los imaginarios, las representaciones y los modos de saber y conocer el mundo, para de ese modo, tal como refiere Dussel, poder pensar en nuevas instituciones que puedan llenar de contenido las aspiraciones de reproducción de la vida misma en la Tierra, desde los diferentes campos, social, económico, cultural, etc. (Dussel, 2006).

Pensar en instituciones diferentes implica, por supuesto, “desprendimiento”, imaginar un “paradigma-otro”, un horizonte en donde sea abolida la pretensión ecuménica y universal del actual patrón de poder y de sus diseños globales, ya sean en forma de cristianismo, ilustración o -más acá- neoliberalismo, para permitir la existencia de mundos-otros capaces de co-habitar.

Ese “desprendimiento” se encuentra en marcha en la re-valorización de los saberes desterrados por la lógica de la colonialidad, en las formas de conocimientos-otros que han sido avasallados por el discurso de la ciencia y la epistemología moderna. Esa re-valorización está reflejada, por ejemplo, en acontecimientos como el reciente Encuentro de los pueblos por los derechos de la Madre Tierra, en Bolivia, en donde ya se encuentran funcionando nuevas formas de articulación de los legados culturales locales. Siguiendo las palabras de Arturo Escobar, “una reafirmación del lugar, el no-capitalismo, y la cultura local opuestos al dominio del espacio, el capital y la modernidad, los cuales son centrales al discurso de la globalización, debe resultar en teorías que hagan viables las posibilidades para reconcebir y reconstruir el mundo desde una perspectiva de prácticas basadas-en-el-lugar” (Escobar, 2000).

Nos referimos a un pensamiento que disloca el eurocentrismo y piensa la naturaleza desde otro punto de vista, desde otro particular locus enuntiationis. O, para decirlo en la forma de Quijano, a una descolonización epistémica.

(Tomado de la página Anden)



Transfeminismo: ¿sujetos o vida en común?


En las Jornadas Feministas Estatales de diciembre de 2009, en Granada, el transfeminismo se planteó como un concepto transformador. Este nuevo texto enriquece el debate sobre su significado y las dudas que plantea, para crear herramientas de construcción política de lo común.

Con este artículo queremos contribuir al debate desde la posición de que necesitamos herramientas para construir políticas de lo común, y que es momento de replantearnos el feminismo/los feminismos/el transfeminismo, como quiera que lo llamemos.

La potencia

Mientras el feminismo ha centrado su lucha en la desigualdad entre hombres y mujeres, el transfeminismo nombra un espacio transfronterizo habitado por diferentes sujetos para quienes las categorías clásicas de hombre o mujer se quedan estrechas, sin espacio para quienes no se adaptan a la norma. El sexo, la orientación sexual, el género, la clase social y la procedencia se entrelazan profundamente, dando lugar a lo que conocemos como la identidad, absolutamente singular, de cada persona.

La apuesta central del transfeminismo nos recuerda que es imposible reducir esta multiplicidad a una única categoría ‘mujer’ y que sin embargo es posible rastrear las marcas comunes del poder (hetero)patriarcal. A nuestro juicio, la lucha transfeminista a día de hoy tiene dos grandes virtudes. Por un lado, poner en el centro del debate las inquietudes cotidianas de las personas transexuales –marginación, identidad sexual, despatologización– y, desde ahí, permitirnos ir más lejos que nunca en la pregunta de “qué es ser mujer” o “qué es ser hombre”, cuestionando qué sentido tienen la feminidad y la masculinidad si no queremos que sean formas de vida impuestas, jerárquicas y monolíticas.

Por otro lado, reconstruir el campo de derechos de las personas LGTBQ (lesbiana, gay, transexual, bisexual, queer) migrantes, rompiendo con los estereotipos que identifican diversidad sexual exclusivamente con mundo occidental y visibilizando la experiencia de doble o triple discriminación en las ciudades globales: al estigma se suman los controles policiales y detenciones por extranjería; y a las dificultades económicas, el peligro de exclusión laboral por orientación sexual o transexualidad/transgenerismo o las dos cosas.

Las dudas

La potencia de las luchas de transformación está en su capacidad para generar cambios en nuestras vidas y conectar con nuestras inquietudes vitales. Nombrar malestares y resistencias es parte clave de los cambios a veces, pero no siempre. En este sentido el transfeminismo nos genera dudas: ¿Está recogiendo una resistencia existente o está imponiendo un nombre, pronunciado en fuerte conexión con ámbitos académicos? ¿Incluye la experiencia diversa que diferentes sujetos hacen del mundo hoy, más allá de quienes previamente se identifican con el transfeminismo?

Estamos en una encrucijada: podemos construir prácticas transfeministas que pongan en el centro inquietudes de la vida cotidiana, evidenciando las conexiones entre formas de opresión o vivencias que pensábamos escindidas. Esto es muy potente. O podemos enfatizar la definición de un espacio transfeminista a partir de complejas discusiones teóricas y con el uso de un lenguaje muy poco comunicable. Y esto funciona en sentido contrario: construyendo un dentro del transfeminismo –especie de vanguardia política– y un fuera del mismo.

El énfasis en el nombre le ha hecho gozar de cierto aire de superación del feminismo, oponiendo el llamado movimiento feminista clásico (MFC) al transfeminismo. Es obvia la existencia de profundas diferencias en la forma de hacer política de los distintos feminismos, incluso entre los ‘feminismos críticos’, y hay un gran debate sobre la conveniencia de mantener la unidad del feminismo cuando ésta ha de construirse sobre la nada, porque no tenemos nada común que decir. Pero ¿confrontar un supuesto MFC con un supuesto transfeminismo es la mejor forma de abordar estos debates inaplazables? Al polarizar las posiciones invisibilizamos las diferencias dentro del propio feminismo y englobamos todos los feminismos dentro de una única definición, haciendo de él un ente estático y sólido, negándolo como un proceso abierto, complejo y en constante revisión.

El “feminismo que ya no queremos” es el feminismo blanco, burgués y heterosexual. Sin embargo, ¿hasta qué punto esta interpretación de lo que es el feminismo está importada del contexto anglosajón y se corresponde con la realidad del feminismo en el Estado español?

Movimiento que no puede ser tildado de burgués porque el componente de clase ha sido eje fundamental a lo largo de su historia, con la importante presencia de trabajadoras y mujeres de las barriadas. Un movimiento en el que las lesbianas han sido protagonistas, sobre todo en la década de los ‘80, y con el que las mujeres transexuales dialogan desde los años ‘90. De todas las pegas a ese feminismo, se nos resiste el fenómeno de la academización; sin embargo, éste atañe tanto al feminismo como al transfeminismo y la teoría queer.

Reconstruyendo espacio común

Para nosotras la cuestión no es tanto el tipo de sujeto que enuncia problemas, sea el feminista o el transfeminista, sino el propio hecho de enunciar, el qué y el cómo. Superar la política de la identidad –de los sujetos únicos o múltiples que también acaban siendo únicos– implica cambiar la óptica y dar cuenta de las situaciones que, aun ocupando diferentes posiciones, nos afectan de manera común. Implica desplazar la mirada de los sujetos a la vida que vivimos todxs. Cuando la lógica social nos hace una invitación forzosa a vivir aisladamente, cuando la vida se privatiza y el sentido compartido de lo que ocurre desaparece, ¿cómo revertir su curso, recuperar la capacidad de hacer relatos de nuestra vida en primera persona, reconstruyendo los problemas comunes que habitamos desde lugares distintos?

No se trata de construir ristras de sujetos –trans, maribolleras, precarixs, migrantes, negras, putas–, ni de hacer un mero sumatorio de reivindicaciones –transfeministas + anticapitalistas + antirracistas–, sino de reconstruir el espacio común, más allá de los muros que bordean nuestros entornos políticos conocidos, creando alianzas desde la discusión de qué tienen que ver nuestras realidades precarias y qué conflictos hay, porque las precariedades ni son iguales ni son igualmente intensas. Nos preguntamos, por ejemplo, si el transfeminismo se suma a las críticas al capitalismo y la Europa fortaleza o si obliga a cambiar postulados de esos discursos. ¿Cuáles, más allá de una apostilla al final del manifiesto?

A veces se reclama el feminismo como un nombre vacío; no podemos hablar de prostitución, ni de lesbianismo, ni del velo, porque sabemos que tenemos fuertes debates, y en aras de la unidad los solapamos. Otras veces se nos impone un nombre monolítico que encierra un contenido férreo que no podemos cuestionar si no queremos ser acusadas de herejes. Ante esta situación lo crucial es preguntarnos cuál es el contenido de nuestra lucha y con quién la luchamos. Ponerle –¿otro?– nombre puede ser útil. Pero aferrarnos al nombre puede hacer que la lucha, o las luchas, pierdan toda la potencia de pensarse en situación y junto a otrxs.

Silvia L. Gil y Amaya P. Orozco son activistas feministas

Fuente: http://www.diagonalperiodico.net/Transfemisnismo-sujetos-o-vida-en.html

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