sábado, 2 de julio de 2011

Colonialidad del poder: el grillete de nuestra historia


Luis Martínez Andrade (Revista Temas)


En la primera década del nuevo siglo, los festejos y los fandangos para conmemorar la independencia de «nuestra América» se volvieron moneda de uso corriente. La construcción de estatuas, hemiciclos y monumentos con la finalidad de reconocer a nuestros héroes no debe ser distorsionado sino potencializado para poder concretizar su verdadero sueño de liberación. «Cepillar la historia a contrapelo» como sugería Walter Benjamin nos obliga a entender que conmemorar no es intervenir pasivamente en la cronología sino sacudirla.1

Por tanto, es necesario emprender un retour y un détour por los senderos de la historia para que, de manera benjaminiana, podamos precipitar el momento de ruptura con el continuum de la historia.

El siglo XVI configuró la identidad no solo de lo que sería posteriormente Latinoamérica, sino además fue el cuadro de la emergencia del sistema-mundo capitalista,2 del surgimiento de la colonialidad del poder3 y del advenimiento de la modernidad.4 Dichos acontecimientos marcaron profundamente la dinámica endógena y exógena tanto de las distintas sociedades como de los diferentes grupos humanos. La colonialidad, la modernidad y el capitalismo son fenómenos entrelazados que han configurado diferentes relaciones de dominación, diversos mecanismos de control y múltiples patrones de explotación a favor de los intereses de las élites. A lo largo de la historia latinoamericana, el fenómeno de la colonialidad ha demostrado características similares (dominación, racismo, humillación, imposición, machismo, violencia, etc.) con distintos matices paradigmáticos (hispanización, eurocentrismo, american way of life). En este sentido, podríamos decir que la colonialidad es una forma socio-histórica determinada geopolíticamente. El proceso de colonialidad trastoca todos los planos de la realidad social; es decir, su dinámica teleológica puede apreciarse en el ámbito de la cultura, la epistemología, la política, la religión, la educación, la sexualidad, entre otros. Por tanto, el fenómeno de la colonialidad está engarzado a diversos proyectos de dominación desplegados por las clases hegemónicas.

La mercantilización de la vida5 y la fetichización del poder requieren ser estudiados desde un panorama crítico negativo, puesto que la realidad debe ser concebida como movimiento perpetúo, rupturas constantes y explosiones continuas. Por ello, desde la diferencia colonial epistémica6 analizaremos de manera crítica los paradigmas u horizontes civilizatorios de Latinoamérica. Sin embargo, es menester insistir en que, en primer lugar, este ensayo se centra en el proceso de neocolonialidad en América Latina; en este sentido, no desarrollaremos un argumento historiográfico, sino una hermenéutica crítica de las figuras paradigmáticas que han moldeado la formación moderna colonial-capitalista. En segundo lugar, es evidente que las relaciones sociales no son homogéneas ni mucho menos estáticas; no obstante, podemos observar algunos rasgos comunes (dominación, resistencias, luchas, conflictos, etc.) que las configuran7 como sociedades colonizadas. Finalmente precisamos que no es la realidad la que debe ajustarse a las teorías, conceptos o categorías sino, precisamente, las herramientas analíticas deben ser adecuadas al análisis crítico de esta forma societal.

Conquiro ergo sum

1492 es una fecha significativa en la formación de la subjetividad moderna occidental puesto que marca momentos fundacionales en la constitución de su conciencia simbólica concreta. El 6 de enero de ese año Boabdil entrega Granada, el 15 de febrero Torquemada presenta su proyecto para comenzar la expulsión de los judíos, el 17 de abril se firman las Capitulaciones de Santa Fe, el 31 de julio, conforme al decreto de expulsión, los judíos empiezan a desalojar Castilla y Aragón y el 12 de octubre se produce el «encuentro» entre mundos comercial e ideológicamente desconectados. En esta convulsión política, social y cultural del mundo ibérico se gestarán los mitos de una modernidad inquisidora, profética y apocalíptica.

El «descubrimiento» de América es un mito construido por la narrativa europea. La leyenda de las tres carabelas, que zarparon de Islas Canarias el 8 de septiembre, dirigidas por un genovés, sirve como sustrato ideológico del relato historiográfico occidental. Las primeras carabelas construidas por los lusitanos en 1441 no eran lo más avanzado en cuestión naviera. Los juncos chinos, por ejemplo, medían 120 metros de largo por 35 de ancho y podían transportar hasta mil toneladas. La Santa María de Colón alcanzaba los 28 metros. Gavin Menzies y Enrique Dussel señalan que para 1423 los chinos ya habían cartografiado el globo y, por tanto, sabían de la redondez de la tierra.8 La importancia de China como potencia cultural y económica hasta el siglo XVIII ha sido subrayada también por Kenneth Pomeranz.9 Por consiguiente, afirmar que son los europeos los primeros hombres en llegar al «nuevo mundo» contribuye a consolidar la «visión única de la historia», la cual debemos entender, con Walter Benjamin, como una representación del pasado construida por los grupos y clases dominantes.10 El «descubrimiento» de América fue, por parte de los europeos solo un reconocimiento de cartografías ya diseñadas. Dussel señala que el mapamundi de 1489 de Heinrich Hammer también conocido como Henricus Martellus, muestra la presencia de nuestro continente.11

Walter Mignolo, Pomeranz y Dussel han señalado diversos factores políticos, comerciales y sociales que condicionaron la aventura de Colón. Recordemos que por aquellos años el mare nostrum no era «centro» comercial en el «mercado interregional», puesto que en esas fechas todavía lo seguía siendo el Mar de la China en el Sudoeste asiático, con el Indostán y la China por fronteras. Europa necesitaba de China y, en este sentido, Mignolo apunta que «la ruta del Atlántico emerge como una posibilidad a raíz del bloqueo otomano de la ruta terrestre hacia China e India».12

La importancia de China es trascendental para comprender las razones del genovés y la formación del sistema-mundo. Menzies y Dussel nos mencionan que, ya en la primera mitad del siglo XV los chinos habían circunnavegado el planeta. Sin embargo, a raíz de la decisión de los emperadores Ming (1368-1644) se abandona el dominio marítimo en 1424. Indudablemente este hecho propició un vacío de poder naviero y comercial en el «mercado-mundo» que luego beneficiaría a Europa en sus travesías. La medida tomada por el imperio excluyó a China de toda posibilidad de monopolizar el Atlántico.

China era «centro» comercial en el mercado euro-afro-asiático; su supremacía tecnológica, económica y militar la eximía de la necesidad de hacerse a la mar. No era así el caso europeo. Era un imperativo comercial encontrar un camino hacia Oriente. En esta búsqueda incesante de rutas, los navegantes europeos se toparon con un continente distinto y, sobre todo, se hicieron del Atlántico.

Mignolo sostiene que la emergencia del circuito del Atlántico en el siglo XVI tuvo, entre otras, dos consecuencias fundamentales: conectar comercialmente el circuito de Anáhuac con el de Tawantinsuyu y, a su vez, conectarlos con el mercado-mundo occidental.13 La secuela fue, por lo tanto, la génesis del sistema-mundo, que para Wallerstein nació en el siglo XVI, con la interconexión de mercados-mundos. Su génesis fue simultánea con el advenimiento del primer horizonte colonial que implicó la imposición del trabajo forzado indígena. En este sentido, el sistema-mundo se construyó en función de una «división racial del trabajo»14 geopolíticamente determinada. De ahí que podamos referir un sistema-mundo moderno/colonial. La perspectiva transatlántica presentada por Wallerstein es trascendental para comprender el surgimiento del capitalismo —y su dinámica— a escala global.

La hegemonía sobre el Atlántico, comenzada por España y Portugal, dotó a Europa de recursos, metales y fuerza de trabajo para lo que posteriormente sería el despegue de Occidente. El concepto de «fuerza de trabajo» lo empleamos en el sentido que lo formula Carlos Marx.15 Sin embargo, nos parece importante retomar las precisiones hechas por Aníbal Quijano para referir el trabajo que no es necesidad «formalmente libre», pero que forma parte de la dinámica y estructura del sistema-mundo capitalista.16 Es menester destacar que, a diferencia de Wallerstein, Dussel apunta que la hegemonía sobre el Atlántico no implicó la centralidad de Europa en el sistema-mundo; no será hasta el siglo XVIII por medio de la revolución industrial británica, que esta se efectúa.

Dussel sustenta que la modernidad está íntimamente ligada al proceso de colonización de América Latina y el Caribe. Para él, la modernidad no es un fenómeno exclusivo de Europa17 sino que se constituye en relación con una alteridad negada, la del mundo (Cemanáhuac) indígena.

La subjetividad moderna se establece a partir de la conquista de América, ya que antes de 1492 Europa no tiene una conciencia propia-efectiva de superioridad. Estaba consciente de la superioridad económica, intelectual y política del mundo musulmán, chino y otomano. Esa subjetividad moderna está marcada por la violencia que el español ejerció sobre el indígena. La sentencia «Dios está en el cielo, el Rey está lejos, yo mando aquí» es muy significativa, pues refleja el momento fundacional del ego moderno occidental. El ego conquiro (yo conquisto) precede por casi un siglo al ego cogito (yo pienso) —propuesto por René Descartes en 1636— y es, por tanto, momento «fundamental» de la toma de conciencia de la superioridad occidental, ya que es la primera muestra de la voluntad de poder del europeo. La ratio como instrumento de dominación, exclusión y supresión marcará, a partir de 1492, una nueva ontología.

Incluso, la dominación sobre la mujer tendrá base en dicha constitución de un ego conquiro masculino. Nos dice Ramon Grosfoguel que «la expansión colonial europea no solo exportó el capitalismo y el militarismo a través del mundo sino también una visión patriarcal».18 La política del ego cartesiano del siglo XVII remplazó a Dios en la fundación del conocimiento; en tal sentido, la visión cartesiana transfiere las prerrogativas del saber al «Hombre occidental» —aquí el género no es fortuito— consolidando la estructura de dominación colonial imperial.

Para Enrique Dussel, la modernidad encierra contenidos ambivalentes y en constante tensión, ya que uno de ellos está unido al proceso de emancipación, es decir, alude a la salida del estado de inmadurez de la humanidad. Mientras que el otro se refiere a la justificación de una praxis irracional de violencia. En este sentido, el núcleo libertario de la ratio está acompañado de una constante pulsión a la inmolación de alteridades distintas. Desde su nacimiento la modernidad perpetuó un sacrificio ritual constitutivo de la subjetividad moderna occidental. Dicha liturgia se ha repetido a la largo de estos últimos cinco siglos y ha cobrado inconmensurables víctimas. Razón, progreso y desarrollo son pilares del logos colonial. La figura mesiánica de la modernidad encubre su rostro depredador, cruel y sangriento.

Los crímenes efectuados por el ego conquiro de la subjetividad moderna occidental no deben ser omitidos en una reconstrucción liberadora, puesto que implicaría reforzar la impunidad histórico-cultural de los discursos coloniales. La vigilancia epistémica —para emplear el término de Pierre Bourdieu— no debe desligarse de la memoria, es decir, más allá de la entelequia de «neutralidad axiológica» debemos reconocer los intereses que están participando en la configuración de los espacios y tiempos sociales.

Sistema-mundo y ciencias sociales

Immanuel Wallerstein acuñó el concepto de sistema-mundo moderno para designar la formación, composición y dinámica del capitalismo a escala global. Empleando una perspectiva trasatlántica y, sobre todo, bajo la influencia de la Teoría de la Dependencia, pudo desarrollar categorías analíticas propias que le permitieron comprender-explicar la lógica del capital.

Wallerstein sostiene que desde su origen (siglo XVI) el sistema-mundo produjo desigualdades estructurales entre regiones comerciales, puesto que los recursos extraídos de América permitieron su despliegue y el establecimiento de relaciones desiguales. En este sentido, América Latina se constituyó como la primera periferia de Europa. Sin embargo, debemos tener presente que la centralidad europea en el sistema-mundo no se concretizaría hasta el siglo XVIII.19

La emergencia del sistema-mundo moderno representó para América Latina y el Caribe el advenimiento del primer horizonte colonial. El dominio hispano-lusitano creó las condiciones necesarias para lo que Quijano describe como la colonialidad del poder. De hecho, sistema-mundo moderno y colonialidad del poder son colateralmente sincrónicos. Así, el patrón de dominación entre colonizadores y colonizados fue organizado y establecido sobre la base de la idea de «raza». Las implicaciones de esa clasificación no solo significaron el despojo de sus tierras, sino de sus identidades; es decir, aztecas, incas, mayas, araucanos, aymaras, etc., pasaron a ser simplemente «indios». Cabe mencionar que en este proceso de identificación y clasificación, el indígena nunca se cansó de luchar y la resistencia al poder colonial jamás claudicó.20 Al respecto, el historiador de los olvidados, Eduardo Galeano narra uno de los tantos episodios de las luchas de liberación fraguadas en estas tierras:

María renació en Chiapas. Los mayas tzetzales nunca olvidaron lo que dijo. Habló en lengua de ellos, y con voz ronquita mandó que no se negasen las mujeres al deseo de sus cuerpos, porque ella se alegraba de esto; que las mujeres que quisieran se volvieran a casar con otros maridos, porque no eran buenos los casamientos que habían hecho los curas españoles; y que era cumplida la profecía de sacudir el yugo y restaurar las tierras y la libertad, y que ya no había tributo, ni rey, ni obispo, ni alcalde mayor.

Y el Consejo de Ancianos la escuchó y la obedeció. Y en el año 1712, treinta y dos pueblos indios se alzaron en armas.21

No obstante, a partir de la conquista de América se instauró una nueva relación de poder no solo racial y ontológica, sino epistémica. La colonialidad del poder fue paralela a la imposición de un nuevo patrón cognoscitivo. La evangelización de los indígenas no significaba únicamente el intento de penetrar en el núcleo ético-mítico de su imaginario, sino también en la reconfiguración de sus procesos gnoseológicos.

Según Quijano, el patrón de la colonialidad del poder fue establecido en tres categorías: la raza, el trabajo y el género. La raza, como hemos apuntado, se definió en términos fenotípicos y biológicos y, por tanto, estos condicionaron la emergencia de una sociedad piramidal y epidérmicamente diferenciada. El trabajo, como sinónimo de servidumbre (mita o encomienda), participó en la transferencia de valor y de riqueza (plata) hacia la península ibérica. El género determinó la división social del trabajo y, además de otorgar mayor reconocimiento a las tareas desarrolladas por los hombres, contribuyó a la configuración del machismo de las sociedades coloniales.

La dinámica teleológica de la hidra de tres cabezas —como denominó Santiago Castro-Gómez a la colonialidad del poder, del saber y del ser— tuvo como consecuencia una «colonialidad del hacer» de la sociedad latinoamericana y caribeña. Proponemos, por ello, ese concepto para referir las prácticas discursivas coloniales, naturalizadas sobre todo por la población mestiza, en un contexto simbólico-cultural. Si «raza/trabajo/género» articulan el concepto de colonialidad del poder, «imaginario/doble conciencia/habitus» configurarán el de «colonialidad del hacer».

En otro orden de ideas, es pertinente apuntar que en El discurso filosófico de la modernidad, Habermas sostiene que «los acontecimientos históricos claves para la implantación del principio de subjetividad son la Reforma, la Ilustración y la Revolución francesa».22 En esta arqueología de la modernidad, la secuencia espacio-temporal de sus antecedentes es: Italia (siglo XV), Alemania (siglos XVI-XVIII), Francia e Inglaterra (siglo XVIII). Dussel denomina a esta perspectiva «visión eurocéntrica» porque indica como punto de partida fenómenos intra-europeos, y su desarrollo posterior no necesita más que a Europa para explicar el proceso. Visión reduccionista, regional y, por tanto, provinciana. Para este autor, la modernidad debe entenderse en un contexto global y mundial; es por ello que América Latina y el Caribe son esenciales en la constitución de la modernidad. Incluso menciona que en esta arqueología se excluye, por lo general, el papel que desempeñaron España y Portugal en dicho proceso. ¿Acaso la primera etapa «moderna» del mercantilismo mundial no es trascendente en la formación del espíritu capitalista?

La enajenación del concepto de modernidad, desde Enmanuel Kant hasta Alain Touraine, no solo ha excluido a España y Portugal en la formación del imaginario moderno, sino que se ha omitido la importancia de China y de América Latina y el Caribe en la constitución de la centralidad europea en el sistema-mundo. El Aufklärung —primer eurocentrismo— produjo artificios narrativos que legitimaban una entelequia ideológicamente perversa.

Dussel cita múltiples ejemplos del nivel cultural, político y militar de España sobre sus similares europeos, con lo que se muestra que el mundo ibérico estaba por encima de ellos.23 Para 1492, España contaba con un Estado que unificaba la península, con un aparato (la Inquisición) que creaba de arriba-abajo el consenso nacional, con un poderío militar que derrumbaba a Boabdil, y con una gramática editada por Antonio de Nebrija que ponía al castellano al mismo nivel de las lenguas nobles como el griego y el latín. España no solo abrió la primera etapa del mercantilismo mundial, sino que inició la constitución de una subjetividad occidental moderna. Su papel es trascendental en el advenimiento del imaginario moderno europeo y del sistema-mundo colonial, ya que su núcleo ético-mítico —en términos de Paul Ricoeur— se configuró en relación a una alteridad negada, la del indígena.

Tanto en el primer eurocentrismo (Kant, Hegel, Weber) como en el segundo (Habermas, Touraine, Jean François Lyotard) no se explicita ni la importancia de España, ni mucho menos la de América Latina en el proceso de constitución de la modernidad y del capitalismo. Para ellos, China, por supuesto, se quedó en la «noche oscura» del despotismo oriental caricaturizado en la simple imagen del «modo de producción asiático».

En La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Max Weber intenta dar cuenta de la relación entre la acción racional y el ethos religioso en la formación del capitalismo.24 Para él, es fundamental la «particularidad europea». Incluso se pregunta sobre a qué circunstancias debemos imputar la aparición en Occidente —y únicamente en él—, de fenómenos culturales que revisten una significación y un valor universal. Indudablemente, Weber trató de dar una respuesta, más allá del determinismo económico, al origen del capitalismo; sin embargo, su explicación no fue más allá de los linderos del eurocentrismo. Él señala que el surgimiento del capitalismo está íntimamente ligado al ethos protestante de la civilización occidental. En su interés por explicar la singularidad de esta, señala: «Hay en Occidente una forma de capitalismo que no se conoce en ninguna otra parte de la tierra: la organización racional-capitalista del trabajo formalmente libre».25

Esta noción remite al proceso de secularización del mundo y de la racionalización de la vida, puesto que involucra un desarrollo específico de racionalización —en sentido instrumental— unido a un proceso de mercantilización y cuantificación. Es por ello que la idea de trabajo formalmente libre permite articular la dinámica del capitalismo occidental moderno.26

La propuesta de Weber merece una crítica que vaya más allá de los linderos del eurocentrismo. Estamos de acuerdo con él en cuanto a identificar una forma particular de capitalismo engarzado a una lógica de cálculo, acumulación y racionalidad específica moderna. No obstante, discrepamos de su interpretación sobre el origen del capitalismo. En ella no se menciona la importancia de América Latina en la construcción del capitalismo moderno. El descubrimiento de América es momento fundamental en la expansión del capitalismo y en la «acumulación primitiva». Incluso podemos ligar, como lo recuerda Dussel, el «ascenso de Europa» con el descubrimiento de América. Por ejemplo, el primer cargamento de metales preciosos procede de las Antillas en 1503 y, en 1519 comienza el saqueo de los tesoros aztecas. En la eurocentrada narrativa weberiana, no se presta atención a este aspecto esencial en la formación del capitalismo histórico. La mina de Jeje, ubicada en Ouro Prêto (Minas Gerais) fue clave para la recomposición del capitalismo europeo, incluso, no debería desarticularse la relación entre el barroco y la expoliación de los recursos en el caso latinoamericano.27 Sin caer en un economicismo vulgar, reconocemos la importancia de las condiciones materiales en la dinámica de la cultura y la estética de una época específica. Por su parte, Michael Beaud argumenta que, según fuentes oficiales, dieciocho mil toneladas de plata y doscientas de oro fueron transferidas de América a España entre 1521 y 1660. Otras, sin embargo, estiman el doble.28

Las minas de Potosí y Zacatecas posibilitaron a los europeos una acumulación de riqueza suficiente para vencer, en 1571, a los turcos en Lepanto. La Europa aislada y periférica del mundo indostánico, islámico y chino logra, por medio de sus colonias americanas, aglutinar recursos para su emergencia.

Eduardo Galeano explica la importancia de los recursos de América Latina para los intereses de las potencias imperiales.29 El robo, el ultraje y la rapiña que se efectuaron —y se siguen ejerciendo— son correlativos de la desigualdad estructural intrínseca al sistema-mundo moderno/colonial. De esta manera, como afirma Dussel, la ecuación presentada por la narrativa eurocéntrica cambia; ahora es, Renacimiento —sin mencionar que de China provenían las tres invenciones que lo posibilitaron: la brújula, la pólvora y la imprenta—, Conquista de América, Reforma, Ilustración, Revolución francesa, etc. El espíritu del capitalismo y de la modernidad no es una cualidad endógena del mundo europeo sino una construcción histórica engarzada a diversos fenómenos sociales. Uno de ellos lo representa, también, el caso de China.

Enrique Dussel sugiere que la centralidad europea no data de más de dos siglos. El sistema-mundo moderno/colonial es comandado por Europa en los albores del siglo XIX gracias a la revolución industrial inglesa.30

La máquina y la subsunción en el proceso de producción otorgaron a Inglaterra, en pocos decenios, ventaja comparativa sobre China, el Indostán, el mundo musulmán, la América hispana, la Europa del Este (Polonia, el Imperio Ruso) y la Europa del sur (Italia, España y Portugal). Se trata, según Dussel, de explicar el Rise of the West en relación con el Decline of the East. Por tanto, la revolución industrial es resultado de un proceso global. Su advenimiento y desarrollo estará en función de diversos factores exógenos. La noción hegeliana de desarrollo contribuirá no solo a ocultar la trascendencia de China como cultura excesivamente importante, sino a consolidar el mito de la superioridad occidental y la misión civilizadora de la cultura europea.

Por otra parte, es importante tomar en consideración que para Wallerstein el sistema-mundo implica una geocultura determinada, esto es, ideologías y visiones de mundo (Weltanschauungen) que se generan, modifican y transforman en un marco de tensiones, en algunos casos bajo los mismos preceptos (razón, desarrollo, progreso, etc.), pero con distintos matices ideológicos.31 En este sentido, Wallerstein sostiene que el siglo XIX creó ideologías determinadas (conservadurismo, marxismo y liberalismo) y también produjo las circunstancias para la formación de las ciencias sociales. Por consiguiente, menciona que estas son, desde su origen, eurocéntricas, puesto que intentaban resolver los problemas de las sociedades europeas (Inglaterra, Alemania y Francia); al mismo tiempo, que servían para legitimar la presencia del Estado y la lógica del capital. Para él, la ciencia social es un producto del sistema-mundo y el eurocentrismo es constitutivo de la geocultura del mundo moderno.

La incipiente hegemonía europea en el sistema-mundo supuso la proyección de una geopolítica del conocimiento determinada por occidente. En este epistemicidio32 el relato occidental impondrá por medio de entelequias discursivas y filosóficas sus mitos, imaginarios y creencias. El eurocentrismo se hará evidente no solo en el nivel concreto, material o socio-político sino, a su vez, en el plano ideológico y gnoseológico.

Sin embargo, es necesario subrayar que la «continuidad epistémica»33del saber occidental se entrelazó con la lógica del capitalismo colonial. No negamos que dentro del discurso científico hubo ciertas rupturas significativas (Galileo, Copérnico, Kepler, Descartes), sino que advertimos la permanencia epistémica en el proceso gnoseológico (separación entre sujeto y objeto) occidental.

Para Boaventura de Souza Santos, el modelo de racionalidad que preside la ciencia moderna se constituyó a partir de la revolución científica del siglo XVI y se desenvolvió en los siguientes bajo el dominio de las ciencias naturales. La consolidación del modelo naturalista (paradigma evolucionista) fue capital para la subalternización de dos formas de conocimiento no científico (y, por tanto, irracional) potencialmente perturbadoras e intrusas: el sentido común y las llamadas humanidades. De ahí que Santos argumente que la nueva racionalidad científica al ser un modelo global, es también totalitario, en la medida en que niega el carácter racional de todas las formas de conocimiento que no se sometan a sus principios epistemológicos y a sus reglas metodológicas. Dicho epistemicidio arraigó la total separación entre naturaleza y ser humano, con lo que creó las condiciones para el fomento de una ciencia sin conciencia.

El conocimiento científico del siglo XIX estaba sometido a las leyes de la física newtoniana (noción de causalidad), a las reglas de la matemática (cuantificación de la realidad) y a los postulados de la biología (progreso y evolución). La geopolítica del conocimiento (filosófico, histórico, sociológico, entre otros.), sustentada por la perspectiva evolucionista, legitimaba no solo la idea de un «conocimiento objetivo», sino la de una superioridad etno-racial.

Las secuelas del Afklärung serán evidentes en los cimientos de las ciencias sociales del siglo XIX. La sociología de Comte, Durkheim, Tönnies, Max Weber, Herbert Spencer, entre otros, es muestra de un epistemicidio (incubado en el siglo XVI) vinculado a la dinámica del sistema-mundo moderno/colonial. El nacimiento —y tragedia— de las ciencias sociales involucró la construcción de conceptos y categorías que legitimaban un discurso etnocentrista. Subordinadas a las prescripciones de las ciencias naturales (cuantificación, cosificación y causalidad) y engarzadas al funcionamiento del sistema-mundo, las ciencias sociales crearon artificios epistémicos que sustentan al discurso hegemónico colonial.

Durkheim y su posición epistémica (tratar los hechos sociales como cosas) fortalecieron el desarrollo de una sociología organicista. Auque era crítico de Spencer no debemos olvidar que sus bases epistémicas no distaron de él. La sociología del siglo XIX al ser eurocéntrica, es colonial.

Algunos intelectuales señalan que la categoría Occidente en estos autores no es geográfica sino analítica. No obstante, consideramos dos aspectos importantes que nos hacen descartar esta posición. El primero es gnoseológico, puesto que toda producción teórica, estética o científica tiene un referente geo-histórico y social concreto. En este caso, los pensadores del siglo XIX tenían como contexto el ascenso económico de Europa. La centralidad de dicho continente en el sistema-mundo y la visión evolucionista tiñeron ideológicamente la perspectiva de estos autores. El panorama social y el «mito» civilizador influyeron en el proceso gnoseológico de los fundadores de las ciencias sociales. El segundo aspecto es histórico. Las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, de Hegel, así como las reflexiones de Kant, impusieron un consenso (ideológico, silogístico y epistémico) de la supuesta superioridad occidental. Por otra parte, si bien las ciencias sociales del siglo XIX fraguaban una lucha contra la filosofía para lograr su estatuto científico, a través de una especie de parricidio intelectual, su herencia discursiva proviene de ella. En este sentido, la filosofía hegemónica que piensa al hombre (por lo menos desde el Renacimiento) como un universo simbólico y material tiene como referente discursivo una óntica y ontológica concreta, la del hombre blanco, europeo y, por tanto, occidental.

La colonialidad del saber fortaleció la dependencia epistémica de los intelectuales, las universidades y las corrientes ideológicas latinoamericanas. Las teorías de Hobbes, Locke, Rousseau, Weber, etc., se pensaron como universalmente válidas para el estudio de la humanidad.

En el texto Sociedad y Estado en la filosofía moderna, Norberto Bobbio arguye que para los iusnaturalistas la «sociedad civil» no es la prolongación, ni mucho menos el perfeccionamiento, del «estado de naturaleza», sino su sustitución. Es un momento antitético a este, es un estadio diametralmente opuesto al «estado en el que se encuentran ciertas sociedades primitivas, ya sean las de los pueblos salvajes de esta época, como algunos grupos indígenas de América, ya sean las de los pueblos bárbaros de la antigüedad, ahora civilizados».34 Esta idea es de importancia capital, pues refleja la visión de mundo de los pueblos coloniales; aunque cabe preguntarse: ¿Cuáles son las implicaciones políticas y epistemológicas de seguir trabajando con conceptos y categorías que suprimen a los pueblos de la periferia? ¿La dicotomía utilizada en el modelo iusnaturalista actualiza la idea maniquea salvaje/civilizado? ¿Este tipo de planteamiento sigue siendo válido aun cuando las ideas de progreso, modernidad y desarrollo han perdido legitimidad?

Independencia y colonialidad del hacer, in progress

Los procesos sociales están atravesados por relaciones de poder. Su dinámica contradictoria es muestra de las tensiones y conflictos que se fraguan en los espacios societales. Dominación, lucha y resistencia configuran la trama social. Es por ello que analizar la dominación supone reconocer las estrategias de contrapoder de los grupos subalternos.

El período de independencia es muy complejo y significativo, porque no solo representa la formación de los Estados-nacionales (fundamental en la colonialidad del poder) sino la configuración de la «doble conciencia» latinoamericana que tendrá como resultado una reconstitución en la «colonialidad del hacer», es decir, la transfiguración de los paradigmas civilizatorios-coloniales en las prácticas sociales, lingüísticas y culturales de la población.

Walter Mignolo hace un análisis sobre la doble conciencia de dos personajes importantes (Thomas Jefferson y Simón Bolívar) en los procesos de independencia de este continente. Para él, la memoria y tradición inglesa de Jefferson distaba, en cierto sentido, de la hispánica representada por Bolívar;35 pero ambos contribuyeron al surgimiento de la idea de hemisferio occidental, y a la implantación de la conciencia criolla,36 anglo e hispánica.

El capital corpóreo o somático es trascendental en el desarrollo de la doble conciencia latinoamericana, puesto que permite explicar el hacer (faire y agir) de los criollos y mestizos en el proceso de independencia y en el mundo de la vida cotidiana. Mignolo menciona que tanto Jefferson como Bolívar compartían un sentimiento ambivalente por Europa; por un lado querían diferenciarse políticamente de ella, pero por el otro se sentían similares en términos somáticos. Es en este sentido que la característica de esta doble conciencia criolla no es racial sino geopolítica y se define en relación con Europa. Por su parte, Galeano anota que cuando «Bolívar triunfó en la Guerra de Independencia, se negó a invitar a Haití al congreso de las nuevas naciones americanas».37

El núcleo criollo (descendiente de los peninsulares), al ser de capital somático distinto al de los afro-americanos, mestizos o indígenas, se siente ligado a las prácticas discursivas europeas. Aunque en ciertos momentos recurre y se ufana de la identidad nacional, no puede ocultar el desprecio por los otros grupos de la pirámide racial latinoamericana. El capital corpóreo era esencial en las relaciones sociales y en las prácticas consuetudinarias de la población. El habitus —en el sentido de Bourdieu—38 estaba determinado por la idea de raza, por tanto, a tenor de las prácticas discursivas de los criollos, se marcaba el ritmo de la población latinoamericana.

La doble conciencia mestiza, somáticamente marcada por la mezcla entre el europeo y el indígena, es ambivalente en los procesos de colonización. Heredera de la tradición andaluza y lusitana por parte de los europeos, del legado precolombino por las civilizaciones amerindias y de la memoria de los esclavos negros deambulará por los senderos bifurcados de la historia. Sufrirá el desprecio del peninsular y el criollo por ser sencillamente distinto somáticamente a ellos. Padecerá la desconfianza del indígena por ser producto del invasor, y no será más que un simple ladino. Se diferencia somáticamente del criollo, pero lingüísticamente del indígena. El mestizo no está cercano al mundo europeo, pero tampoco al prehispánico; su andar por la historia será incierto y, de algún modo, extraviado, pues contribuirá a la consolidación de la colonialidad interna del poder, saber y hacer.

La América sajona, somáticamente y culturalmente ligada a Europa, se distingue de la América Latina. La colonialidad del poder iniciada en el siglo XVI se consolidara en el XIX, con posterioridad a los procesos de independencia. En este sentido Quijano señala que el segundo momento de la colonialidad del poder se expresa en la construcción de los Estados nacionales. La formación del Estado-nación en América Latina es otra expresión no solo de la colonialidad, sino de la lógica del sistema-mundo. Este autor afirma que durante el proceso de organización de los Estados nacionales se excluyó a la mayoría mestiza, negra e indígena de las decisiones reales. El núcleo criollo asumió el control. El paradigma colonizador se trasladó de la península ibérica a Inglaterra, Francia y Alemania. No hubo una independencia real en todos los sentidos del término, sino una transfiguración en el horizonte colonial.39

La centralidad de Europa en el sistema-mundo provocó el desplazamiento del paradigma colonial en América Latina. El ascenso económico del viejo continente propició la consolidación de la colonialidad del poder (formación de Estados nacionales monopolizados por una minoría blanca), la colonialidad del saber (ideologías de progreso, iluminismo, visiones evolucionistas, etc.) y la colonialidad del hacer (idea de ciudadanía, urbanidad y civismo).

Quijano apunta que uno de los ejemplos más claros de esta tragedia de equivocaciones en América Latina es la historia de la llamada cuestión nacional, puesto que su especificidad geopolítica encubre una lógica de dominación política y racismo cultural.40 La formación de los Estados-nación en América Latina reforzó la colonialidad del hacer y del saber. La articulación al sistema-mundo de los Estados-nación está emparentada a la lógica de disciplinamiento de la población latinoamericana al patrón de dominación colonial.

La consolidación de los Estados-nación en el espacio latinoamericano fue legitimada por la entelequia de un tránsito ineluctable hacia la modernidad. El «estado de naturaleza» debía ser trascendido al «estado político» por medio de aparatos o instituciones geopolíticamente determinadas. Es por ello que tanto la organización política como las constituciones fueron establecidas en función de los parámetros occidentales. El Estado-nación y su corolario, la ciudadanía, ejercieron un disciplinamiento sobre el hacer de los individuos y grupos. La lógica del poder se transfiguró en los albores del siglo XIX, mostrando que tanto las relaciones de dominación como las de resistencia no son estáticas, ni mucho menos homogéneas.

La «colonialidad del saber» se fortaleció con las ideologías del progreso y con la emergencia de las ciencias sociales. Desde México hasta Argentina se enseñaba el positivismo más recalcitrante; en las universidades se inculcaba el dogmatismo de la ciencia secular y los pensadores refractaban las ideas importadas de Europa. En este sentido, las ciencias sociales fueron otro instrumento al servicio del poder colonial.

El segundo momento fáctico de la «colonialidad del hacer» en el espacio latinoamericano se gesta en los albores del siglo XIX. El núcleo criollo blanco de la región acaparó la riqueza y monopolizó el poder. Se restableció una pirámide social somáticamente diferenciada. En este sentido la idea de raza no solo tuvo un papel importante en la reconfiguración del poder, sino que fue determinante en la estructura societal.

American way of life

La historia de las relaciones entre los Estados Unidos de América y América Latina es pérfida, desventurada e infame. La situación geopolítica del país anglófono es comparable con la de Europa; es decir, se encuentra al norte del globo, pisoteando y devorando a los del sur. Un libro importante para conocer la historia de los Estados Unidos sino su radiografía política y sus antecedentes coloniales es el de Alexis de Tocqueville, La democracia en América.41 Texto con un alto grado de etnocentrismo y cinismo colonial, en el capítulo X de la segunda parte, bajo el título «Algunas consideraciones sobre el estado actual y el porvenir probable de las tres razas que habitan el territorio de los Estados Unidos», aborda la cuestión indígena y escribe: «Entre esos hombres tan diversos, el primero que atrae las miradas, el primero en luces, en poder y felicidad, es el hombre blanco, el europeo, el hombre por excelencia. Bajo él, están el negro y el indio».42

Tocqueville no escatima palabras para mostrar su racismo sobre los negros e indios del territorio norteamericano. Para él, no son más que animales o «brutos» que no han desarrollado un nivel cultural igual de valioso que el de la cultura occidental. El progreso de la nación se debe, en su perspectiva, a la cultura occidental del hombre blanco.

La formación de un sistema político-económico relativamente autónomo condicionó la expansión e industrialización de ese país y, en 1775, el pueblo norteamericano comenzaba su proceso de independencia. La doble conciencia blanca sajona, como la denomina Mignolo, aunque buscaba la ruptura política con Inglaterra, nunca se sintió somática o culturalmente distinta de ella. En 1823, el entonces presidente, James Monroe, declaró en su séptimo discurso ante el Congreso: «América para los americanos». La intención era oponerse geopolíticamente a los intereses de restauración monárquica de Europa y la Santa Alianza. Dicha declaración no solo enajenaba el concepto de América,43 sino que dejaba entrever las aspiraciones, pretensiones y deseos del incipiente imperio norteamericano. La doctrina Monroe sirvió de base y fundamento del «destino manifiesto» (Manifest Destiny) del pueblo yanqui. De ahí que Theodore Roosevelt la tuviera como inspiración en su política exterior y como dogma de su Realpolitik.44 «El progreso americano», del pintor John Gast, expresa notablemente el significado de dicha doctrina.

La hegemonía estadounidense se hará evidente en el sistema-mundo al final de la Segunda guerra mundial. El american way of life como cultura dominante puede observarse incluso desde la primera posguerra. Por ejemplo cuando los Estados Unidos competían con Alemania por la hegemonía mundial, se escuchaba jazz norteamericano en Francia.

La llamada Segunda guerra mundial es un momento crucial no solo en el relato moderno, sino en la nueva configuración de los centros de poder globales, ya que posibilita a los Estados Unidos cifrarse como centro del sistema-mundo.45

El European Recovery Program (ERP), también conocido como Plan Marshall, fue clave en el reordenamiento del ajedrez geopolítico, porque permitió a los Estados Unidos imponerse como el nuevo patrón de poder mundial. A esto debemos agregar la creación, en 1944, del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional plasmado en los Acuerdos de Bretton Woods. El dólar se imponía como el nuevo símbolo imperial. El centro del sistema-mundo se trasladó al Atlántico norte. La hegemonía yanqui comenzaba a desplazar al eurocentrismo decimonónico y, en este sentido, se transfiguraba el paradigma civilizacional. El mall o centro comercial se edificó como la tierra prometida del bienestar y la felicidad.

Reflexiones finales

Los proyectos neo-coloniales se manifiestan en diversos aspectos de la realidad social, en el ámbito político, en el espectro socio-económico e, indudablemente, en el espacio cultural. Es por ello que las secuelas del paradigma civilizacional norteamericano deben escudriñarse para efectuar una radical ruptura con el atavismo colonial.

La hegemonía imperialista del Atlántico norte ha impulsado, a través de la globalización como estrategia política-militar, su proyecto de recolonialidad en el espacio latinoamericano. La mercantilización de las relaciones sociales, la macdonalización de la cultura y la fetichización del poder han agudizado las desigualdades e injusticias sociales.

Es obvio que los procesos sociales están atravesados por relaciones de poder; es decir, su dinámica está configurada por luchas, tensiones y conflictos. La realidad no es estática ni mucho menos unidimensional. En este sentido, reconocemos el carácter contradictorio y activo de esta. No obstante, sostenemos que los patrones de control, dominación y explotación se transfiguran de manera constante, por lo que dominación, poder y resistencias deben ser concebidos como procesos en perpetúa transformación.

La estructura de poder y dominación impuesta en los umbrales del siglo XVI dio como resultado la génesis del sistema-mundo moderno, el advenimiento de un imaginario moderno colonial y la emergencia de la «colonialidad del poder» (Quijano), «saber» (Mignolo) y «hacer», geopolíticamente determinados. De ahí que la configuración de dicha triada civilizatoria (capitalismo/modernidad/colonialidad) deba ser analizada y contextualizada de manera articulada. Una ruptura con la dependencia cultural y la sumisión gnoseológica a los horizontes coloniales debe ser una exigencia no solo política, sino epistémica. Por ello, la intención teórica y política de este «salto del tigre hacia el pasado», del que nos hablaba Walter Benjamin, fue con la finalidad de seguir afilando nuestras armas para poder finalmente destruir el grillete que nos ata a una estructura de dominación y explotación. El marco de las conmemoraciones y rememoraciones del «bicentenario» se nos presenta como una oportunidad para concretar los sueños de liberación de nuestros predecesores ¿Estaremos a la altura de tal desafío?

Luis Martínez Andrade Sociólogo. Doctorante en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París

Notas

1. Michael Löwy, Walter Benjamin: Avertissement d’incendie, PUF, París, 2007, p. 122.

2. Immanuel Wallerstein, Después del liberalismo, Siglo XXI Editores, México, DF, 1999.

3. Aníbal Quijano, «Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina», en Edgardo Lander, ed., La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales, CLACSO, Buenos Aires, 2000.

4. Enrique Dussel, Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1993.

5. Juan Camilo Cajigas Rotundo, «La biocolonialidad del poder. Amazonía, biodiversidad y ecocapitalismo», en Santiago Castro-Gómez, ed., El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Siglo del Hombre, Bogotá, 2007, pp. 169-94.

6. Walter Mignolo, La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial, Gedisa, Barcelona, 2007, p. 35.

7. El capital no es solamente una figura analítica es, a su vez, una relación social especifica. Así como el capitalismo central difiere del capitalismo periférico, el proceso de colonialidad en México es diferente al de Perú o al de Argentina. Sin embargo, en ambos procesos podemos encontrar ciertas similitudes como: racismo, violencia, represión, supresión óntica y negación ontológica.

8. Gavin Menzies, 1421. El año en que China descubrió el nuevo mundo, Grijalbo, Barcelona, 2003; Enrique Dussel, «Sistema-mundo y «transmodernidad», en Varios, Modernidades coloniales, El Colegio de México, México, DF, 2004.

9. Kenneth Pomeranz, La grande divergenza, Il Mulino, Boloña, 2004.

10. Walter Benjamin, Ensayos escogidos, Ediciones Coyoacán, México, DF, 2001.

11. Enrique Dussel, 1492. El encubrimiento del otro. Hacia el origen del «mito de la modernidad», Plural Editores, La Paz, 1994.

12. Walter Mignolo, ed., Capitalismo y geopolítica del conocimiento, Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2001, p. 22.

13. Ídem.

14. Aníbal Quijano, «Colonialidad del poder. Cultura y conocimiento en América Latina», en Walter Mignolo, ed., Capitalismo y geopolítica..., ed. cit.

15. Carlos Marx, El capital, t. I, Fondo de Cultura Económica, México, DF, 1989.

16. Aníbal Quijano, «La colonialidad del poder y la experiencia cultural latinoamericana», en Roberto Briceño, ed., Pueblo, época y desarrollo: la sociología de América Latina, Nueva Sociedad, Caracas, 1998, pp. 27-38.

17. Véase Enrique Dussel, Apel, Ricoeur…, ed. cit. La posición de Max Weber, Jürgen Habermas o Alain Touraine, entre otros, es pensar la modernidad como un fenómeno propio y endógeno de la cultura europea. Indudablemente esta perspectiva regional y provinciana omite diversos factores globales que condicionaron dicho proceso. Véase Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Colofón, México, DF, 2004; Jürgen Habermas, The Philosophical Discourse of Modernity, The MIT Press, Cambridge, 1987; Alain Touraine, Crítica de la modernidad, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1999.

18. Ramon Grosfoguel, «La longue intrication entre islamophobie et racism dans les systèmes mondiaux modern/colonial/patriarcal», en Mahamed Mestiri, ed., Islamophobie dans le monde moderne, IIIT-France/Berkeley, Francia, 2008, p. 161.

19. Enrique Dussel, «Sistema-mundo…», ed. cit.

20. Existe una vasta bibliografía sobre las luchas y resistencias indígenas desde el siglo XVI hasta nuestros días. La memoria, la tradición y los imaginarios están presentes en las tensiones del presente.

21. Eduardo Galeano, Espejos, Siglo XXI Editores, Madrid, 2008, p. 67.

22. Jürgen Habermas, ob. cit., p. 17.

23. Enrique Dussel, «Sistema-mundo…», ed. cit.

24. Max Weber, ob. cit.

25. Ibídem, p. 16.

26. Quijano y Mignolo han insistido en la articulación del trabajo formalmente libre como prerrogativa para los europeos y la colonialidad del poder como imposición racial en la dinámica del incipiente capitalismo global del siglo XVI.

27. Joel Neves, Idéias Filosóficas no Barroco Mineiro, Itatiaia Limitada-Universidade de São Paulo, Belo Horizonte, 1986.

28. Michel Beaud, Histoire du capitalisme de 1500 a 2000, Seuil, París, 2000.

29. Eduardo Galeano, Las venas abiertas…, ob. cit.

30. Enrique Dussel, «Sistema-mundo…», ed. cit.

31. Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales, Siglo XXI Editores, México, DF, 2003.

32. Boaventura de Sousa Santos (Conhecimento prudente para uma vida decente, Afrontamento, Porto, 2003) emplea el concepto de epistemicidio para referir la subalternización de saberes afianzada en el siglo XIX por las potencias europeas: Alemania, Francia e Inglaterra.

33. Michel Foucault (L´archéologie du savoir, Gallimard, París, 1976) realizó una excelente arqueología de las ciencias humanas mostrando las continuidades en la episteme occidental.

34. Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero, Sociedad y Estado en la filosofía moderna, Fondo de Cultura Económica, México, DF, 1994, p. 71.

35. Walter Mignolo, «La colonialidad a lo largo y ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad», en Edgardo Lander, ed., ob. cit.

36 Ibídem. Mignolo subraya que la emergencia de la conciencia criolla negra en Haití es diferente, ya que era una cuestión limitada al colonialismo francés y a la herencia africana.

37. Eduardo Galeano, Espejos, ed. cit., p. 175.

38. Pierre Bourdieu, Sociología y cultura, Grijalbo, México, DF, 1990.

39. Luis Martínez Andrade, «La reconfiguración de la colonialidad del poder y la construcción del Estado-nación en América Latina», Les Cahiers Amérique Latine Histoire et Mémoire (ALHIM), n. 15, Universidad París 8, 2008, pp. 15-28.

40. Aníbal Quijano, «Colonialidad del poder...», ed. cit., p. 226.

41. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Fondo de Cultura Económica, México, DF, 2001.

42. Ibídem, p. 312.

43. «Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes que los peregrinos del Mayflower se establecerian en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación. Es América Latina, la región de las venas abiertas». Eduardo Galeano, Las venas abiertas…, ed. cit., p. 2.

44. Durante su período como presidente de los Estados Unidos, el ejército norteamericano estableció su base en Guantánamo (1901), intervino en Santo Domingo (1904) y ocupó Cuba (1906).

45. Oswiecim (Auschwitz-Birkenau) ha sido «el objeto discursivo» central de la crítica a la modernidad. Desde la escuela de Frankfurt hasta las corrientes posmodernas (Jean-François Lyotard, La condición posmoderna, Cátedra, Madrid, 2000) representa el punto máximo del irracionalismo de la razón, la concreción de la imposición del «universal absoluto» sobre la singularidad y el proceso de identificación de diferencias.


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