martes, 14 de febrero de 2012

Colombia: ¿Negociar con las FARC? El inútil retorno de lo mismo

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Hablar de hablar para ponerle fin al conflicto no es sino otro ritual que acompaña a la guerra. Pero la verdadera salida política no consiste en negociar con la FARC sino en que el pueblo colombiano pueda por fin entrar a la política.

Por: Boris Salazar

Hablando con los muertos

Todo parece igual: personajes y discursos que recuerdan un pasado no muy lejano. El mismo libreto otra vez, con algunas variaciones en los papeles principales. Ex presidentes, ex comisionados, expertos del pasado, del presente y del futuro repiten lo que han dicho durante años, y lo que han aprendido durante el reinado de la seguridad democrática.

El punto que a todos convoca no es la paz improbable, sino la posibilidad de que las Farc vuelvan a ser los interlocutores del poder. Con nombre propio. Frente al largo silencio de Manuel Marulanda, la locuacidad desbordada de Timochenko ha suscitado el placer perverso de descubrir un rival que habla como Londoño Hoyos, pero podría estar muerto muy pronto –tal como le advirtió el presidente Santos ante los medios de comunicación. Controvertir con los muertos es una habilidad que los colombianos hemos elevado a placer.

Hay una extraña intimidad en esos mensajes que anuncian la muerte a balazos del probable interlocutor, y en las largas misivas de respuesta que envía un amenazado que quiere ser oído a pesar de todo. Es la intimidad que producen 64 años de guerra intermitente, y diez años de seguridad democrática. Timochenko sabe que puede caer en los próximos días, y Santos sabe que en algún momento dejará filtrar la posibilidad de hablar con su sucesor.

Pero no hay nada simétrico en sus posiciones. Las Farc de hoy no pueden acercarse al presidente, mientras que las Fuerzas Armadas podrían estar muy cerca del nuevo jefe de las Farc –“respirándole en la nuca”, como le gusta decir al presidente cuando está en plan metafórico. Aún así, ambas partes, y los intermediarios de siempre, quieren revivir la posibilidad de volver a conversar sobre lo que podrían conversar si estuvieran dispuestos a llegar al fin de una de las tantas guerras que ha vivido Colombia en las últimas décadas.

Sobrevivientes

El gobierno y los expertos aspiran a que las Farc se rindan sin muchas condiciones. Quizás la restitución de los derechos políticos perdidos, y algunas garantías de seguridad para los combatientes reinsertados constituirían la oferta del gobierno. No mucho más. La justificación es militar y simbólica: con tantos jefes liquidados y tanto territorio perdido en los últimos años, la única salida para las Farc sería poner fin a una guerra que ya no pueden ganar.

El mismo Timochenko ha reconocido que las Farc no aspiran a derrocar al poder actual a través de la guerra. Creen que sólo una insurrección popular podría terminar con la larga y sangrienta contrarrevolución que ha ocurrido en Colombia en los últimos sesenta años. Aún sabiendo que ya no podrán ganar la guerra, y que lo ganado hasta 2001 se fue por el despeñadero de los secuestros como estrategia política, las Farc siguen teniendo una salida.

La que han aprendido en estos sesenta años de actividad clandestina: sobrevivir contra todas las probabilidades. Lo hicieron a principios de los años setenta cuando tenían muy pocos hombres y casi ni podían movilizarse por lo que antes habían sido sus territorios. Lo volvieron a hacer luego del bombardeo agonístico a La Uribe en 1990. Y lo han seguido haciendo a pesar de la pérdida en combate, y fuera de él, de casi todo el Secretariado presente en las negociaciones del Caguán.

Claro, las Farc no aspiran a la simple supervivencia. Quieren cambiar la sociedad colombiana. Al menos a transformar sus condiciones estructurales. De lo contrario, su lucha de tantos años habría sido inútil. Si las causas que llevaron a la resistencia armada en 1964 no han sido superadas, la guerra seguiría vigente como una alternativa.

Pero este no es el momento para discutir los arreglos sociales básicos de nuestra sociedad. Sin movilización popular, sin oposición política, con una sociedad civil silenciada, o atada a la política electoral más degradada, y con una ideología conservadora extendida, la discusión del orden político, del modelo económico o de la inclusión social, y mucho menos de las relaciones con los Estados Unidos, no es ni siquiera pensable.

Solución política sin política

De hecho, la relación estratégica de las Farc con el Estado colombiano ha contribuido al debilitamiento de los movimientos populares, y a la virtual desaparición de la protesta ciudadana como una opción para superar la desigualdad, la violencia y el crimen generalizado. El aniquilamiento de la Unión Patriótica, y la cooptación de los movimientos populares del Sur y Oriente del país por parte de las Farc, contribuyeron al cierre de las salidas políticas.

Por eso, hablar de una solución política al conflicto colombiano, sin movilización popular, sin protesta ciudadana, y sin ciudadanía, es un cliché vacío o, cuando más, un saludo a la bandera. De hecho, tanto los gobiernos como las Farc han convertido la discusión de la llamada solución política en un problema más de la guerra, un asunto estratégico que se discute entre los estados mayores de las dos partes en conflicto, y depende en esencia del estado de la guerra.

Las Farc triunfantes de los años 90 podían discutir el orden de la sociedad y de la economía, las Farc acorraladas de la segunda década del siglo XXI no tienen derecho a hacerlo. La palabra está ahora del lado de los que tienen la iniciativa. Mientras tanto, la sociedad, o lo que queda de ella, observa sin mayor interés el regreso de una vieja rutina.

De paso, las Farc que hoy reclaman una salida política al conflicto, deberían reconocer que, a principios de este siglo, cerraron la posibilidad de una salida política cuando apostaron todas sus fuerzas, recursos y ganancias territoriales a la estrategia suicida de recuperar su condición de interlocutor político del Estado a través del secuestro y de la toma de rehenes. Por esa vía llegaron las filtraciones de información, la caída de la moral de las tropas, la deserción y la pérdida de todo su capital político.

Desde su superioridad militar de hoy el gobierno y el establecimiento colombianos actúan con la certeza de que están en el mejor de los mundos posibles. Un mundo al que sólo le haría falta la rendición de las Farc y el inicio de varias décadas de absoluta unidad nacional.

Pero ese escenario tan optimista ya empieza a mostrar fisuras muy graves. El paro armado de las bandas paramilitares que dominan territorios de Urabá, Córdoba, Santa Marta y Medellín anuncia que la mayor amenaza ya no son las Farc, sino estas organizaciones salidas de la “rendición” de las bandas paramilitares y de narcotraficantes. La capacidad de supervivencia de las organizaciones ilegales es una función de los incentivos para el crimen y la depredación que no han dejado de crecer en Colombia, y de la facilidad con que reemplazan a sus jefes caídos.

No habrá solución política, ni a la confrontación con las Farc, ni a la proliferación de bandas criminales con control territorial y capacidad de penetrar al Estado y sus instituciones, mientras no haya espacio para la política y para la protesta, y los colombianos puedan retomar el control de sus destinos, hoy en manos de los que tienen la capacidad para amenazar y matar. Mientras tanto seremos testigos del inútil retorno de una rutina agotada.


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