lunes, 30 de julio de 2012

Crueldad a la cusqueña (Crónica del racismo cotidiano en la Ciudad Imperial del Cuzco)

Wilfredo Ardito Vega
Catedrático universitario. Activista de derechos humanos. Master en Derecho Internacional de los DH y Doctor en Derecho.
Adital

Una pareja de amigos vinculados a la lucha contra el racismo vive desde hace unos años en el Cusco. Hace poco, se quedaron estupefactos, cuando su hijo regresó del nido diciendo:

-¡No voy a jugar más con Ronald porque es un cholo!

En el nido, los niños más blancos habían comenzado a hostilizar a los de rasgos andinos.

Testimonios como éste nos muestran que, si existe algún lugar del Perú donde debería lanzarse un programa piloto contra el racismo, es el Cusco. Precisamente, el libro ‘Racismo, discriminación y exclusión en el Cusco’, de la antropóloga cusqueña Karina Pacheco muestra cómo una sociedad marcada por el racismo y otras formas de discriminación hasta llegar a terribles niveles de crueldad.

Mientras en algunos barrios de Lima, el sueldo promedio de las trabajadoras del hogar ya está bordeando los 1,000 soles, muchas familias cusqueñas de clase media y alta tienen a uno o dos chicuchas, niños campesinos que reciben un mísero salario (o ninguno en lo absoluto) como terrible rezago del feudalismo. Sus explotadores, claro, creen que están haciendo una "obra de caridad”, pues les dan techo, alimento y suelen mandarlos al colegio. En compensación, los chicuchas trabajan desde el amanecer hasta la noche, sin que hasta el momento sepamos que la Municipalidad del Cusco, la Defensoría del Pueblo o el Ministerio Público estén promoviendo erradicar esta práctica tan infame.

Tampoco se enfrenta el racismo en los colegios, donde muchos niños provenientes de las zonas rurales deciden no hablar una palabra en quechua para no ser humillados. También son discriminados quienes tienen apellidos andinos o aquellos cuyos padres realizan algún trabajo manual.

La posición económica, el color, el barrio son usados también para establecer relaciones jerárquicas generalizadas. Para ser respetados, adolescentes y jóvenes presionan a sus padres. "No te importo”, les dicen si no les pueden comprar el polo o la casaca de moda. Otros buscan algo más radical: cambiar de apellido u operarse para ampliar su frente.

La autora llama la atención sobre la extendida discriminación en los hospitales, siendo penoso que médicos y enfermeras descarguen sus frustraciones sobre los campesinos enfermos o sus familiares. En las universidades, en cambio, poseer un título académico suele ser usado para menospreciar. "Me dijeron que no soy nada porque no tener preparación”, dice un testimonio. Aún dentro de una familia es posible que se maltrate a quien no tuvo determinados estudios.

A lo largo del libro, se muestra el frecuente un cambio de roles en la discriminación: la secretaria de una Universidad, menospreciada por los profesores, discrimina a su vez al personal de limpieza. El cobrador de combi maltrata a una campesina, pero es maltratado por un pasajero de clase media.

Resulta interesante apreciar cómo el turismo coexiste con el racismo: a los extranjeros que realizan el Camino Inca, no les parece incomodar mucho tener a varios portadores cargando sus bultos por varios días, lo que en sus países de origen sería impensable. Muchos turistas acuden entusiasmados a locales donde los cusqueños no son bienvenidos. INDECOPI y la Municipalidad son incapaces de regular algo tan simple como que los letreros sean en castellano. Decenas de establecimientos proporcionan información solamente en inglés o en hebreo, como forma de excluir a cualquier peruano.

A la vez, Karina Pacheco aborda el centralismo limeño como forma de discriminación ya naturalizada: los héroes conocidos de la Guerra del Pacífico son todos costeños y batallas como Concepción, ganadas por los indígenas, son prácticamente desconocidas. En ningún billete peruano aparece una persona de la sierra. Sólo personas mayores pueden recordar que antes estaban presentes Atahualpa y Túpac Amaru. Aún en eventos académicos, cuando un estudiante cusqueño habla, muchos limeños manifiestan su indiferencia retirándose del salón.

Pese a que el racismo es en realidad un patrón para relacionarse de los cusqueños, más del 70% de los entrevistados sostenía "no ser racista en lo absoluto”. En realidad, es evidente que la situación puede ser demasiado dolorosa como para ser recordada y enfrentada.

El Cusco entonces se muestra como una tierra donde inclusive los niños saben que pueden humillar al más débil. Mis amigos le hablaron a su hijo para que reflexionara sobre su conducta. Estoy seguro que su acompañamiento y su ejemplo lograrán evitar que resista las presiones de su entorno, pero para que el racismo desaparezca como fenómeno social se requieren políticas públicas, que todavía no existen: ni siquiera la Municipalidad del Cusco tiene una Ordenanza contra la discriminación, como las de Urubamba o Canchis. Tampoco existe actualmente un movimiento social contra el racismo. Muchas víctimas se resignan y otras intentan más bien entre los discriminadores. Esperemos que la difusión del libro de Karina Pacheco interpele a las instituciones y la sociedad civil del Cusco, para que promuevan que el racismo y las demás formas de discriminación sean efectivamente enfrentados.

El libro de Karina Pacheco se puede descargar de acá: http://www.guamanpoma.org/blog/wp-content/uploads/2012/05/Racismo-Discriminaci%C3%B3n-y-Exclusi%C3%B3n-en-el-Cusco-2012.pdf


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