viernes, 8 de febrero de 2013

Sobre crisis en España: Camino de vuelta

Antonio Ortí
 Tom Hardy. Este británico regresa a Londres en busca de mejores oportunidades laborales, tras un tiempo viviendo en Barcelona. Ahora se irá con él su novia catalana Laura Guerrero
Llegaron con la alegría triste que produce emigrar a otro país y el corazón en vilo. El plan era buscar trabajo a través de alguien más o menos conocido (un pariente, el amigo de un amigo, un simple paisano) y salir adelante en un país lleno de extranjeros con esa valentía algo suicida a la que se aferran muchas personas cuando nada tienen que perder. Sin embargo, ahora, casi siete años después, Néstor Fares; su mujer, Laura Beatriz Durán, y sus tres hijos, Guillermo, Martín y Valentín, se encuentran haciendo cola en el mostrador del aeropuerto de Barajas para facturar cinco valijas rumbo a San Rafael (Argentina).
“Vinimos sin saber nada, para estar un tiempito, no más, aprovechando que mi señora tenía familia en Roquetas de Mar (Almería)”, rememora Néstor Fares al lado de los kilos de recuerdos que se lleva para Mendoza (Argentina). “Y durante un tiempo, viste, me fue bien y trabajé de pintor, en el campo, de mecánico, en la construcción... Pero hace dos años se me acabó el trabajo y ya me quedé sin plata para el alquiler. La fortuna que tuvimos es que un muchacho español nos prestó una casa de invernadero, pero que es una casa, donde hemos estado hasta ahora”, esto es, hasta noviembre del 2012, cuando Cruz Roja Española les sufragó los pasajes de avión para que pudieran retornar a su país.
Desde el año 2000 hasta el 2011, España pasó de tener algo menos de un millón de extranjeros a contabilizar casi seis, y se convirtió en el segundo país del mundo (tras EE.UU.) en recibir proporcionalmente más inmigrantes y dando lugar a lo que algunos sociólogos llamaron “el sueño español”. A saber: un lugar donde sobraba el trabajo, en el que se agasajaba a los forasteros con “la hipoteca de bienvenida” y no tan racista como otros países más acostumbrados y, en ese sentido, más reacios a recibir a gente de fuera. Tanto es así que si el american dream lo protagonizaron los italianos, polacos e irlandeses que emigraron a EE.UU en los siglos XIX y XX, el “sueño español” recayó fundamentalmente en los sudamericanos, africanos y europeos del Este que decidieron emigrar a España a comienzos del siglo XXI.
Sin embargo, desde el 2010, la crisis económica se está cobrando las cabezas de los más débiles y obligando a casi medio millón de extranjeros a abandonar España cada año, aunque, paradójicamente, otros 400.000 sigan viniendo y protagonizando historias cargadas de épica con un final muy desigual. Así, mientras siguen llegando más rumanos, pakistaníes, marroquíes y chinos, se están yendo los sudamericanos, hasta representar prácticamente el 50% de las salidas.
Uno de los que se quieren marchar es Juan Esteban Molina, un ecuatoriano de 35 años que llegó en el 2002. “Vine como todos, por la falta de trabajo, por la bancarrota, porque tuvimos un gobierno que mejor olvidar. Allí entonces estaba la vida como aquí ahora. Bueno, para algunos…”, ironiza, mientras se calienta las manos con una taza humeante en una cafetería próxima a la Puerta del Sol de Madrid, donde acaba de hacerse una foto que huele a despedida junto a su mujer, Marjorie Llano, y su hijo Steven, de 19 meses.
“En Ecuador me buscaba la vida en los autobuses vendiendo chavelitas (galletas). Es bonito acordarse de esos tiempos. No me da vergüenza”, dice este ecuatoriano mirando a los ojos. Recuerdo que mi hermano me llamaba por teléfono y me decía: ‘Vente a España, que la cosa está buena’. Hasta que un día me mandó el billete de avión junto con unos mocasines negritos”.
“Al llegar, tenía 140 euros en el bolsillo, así que me pasé 15 días durmiendo en un parque que hay en la zona de Ventas. Cada día iba gastando moneditas… Cuando llamaba a casa le contaba a mi papá que estaba haciendo medio algo... En Cáritas me daban comidita, pero por la noche pasaba frío y me dolían las rodillas, porque la manta no me alcanzaba hasta los pies, hasta que un día, un muchacho español, al verme dormir así en el parque, me trajo un saco de dormir. ¡Ah, cómo me alivió! Actualmente, vivo con mis cuñadas en Parla. Lo que pasa es que el piso está hipotecado. Y mi suegro, aunque lo disimula, está hasta el cuello con eso”, confiesa.
A partir de ahí, Juan Esteban Molina comienza a relatar su currículum laboral en España, desde que consiguió su primer empleo, para el que tuvo que hacerse pasar por oficial de obra (ese mismo día le descubrieron...), hasta su último trabajito de mensajero (le pagaban 60 céntimos por cada trayecto en moto, con la gasolina a su cargo).
“Mi primer trabajo fue de peón albañil: bajar escombros, picar... Un tiempo después trabajé en los túneles de Miraflores y ganaba 1.800 euros al mes. Recuerdo que cada semana me llamaban de los bancos para animarme a comprar una casa. ¡Menos mal que me ganaron la pereza y el sueño! Pero, de repente, empezó a torcerse todo y ya me quedé sin trabajo”, dice bajando la vista.
“Al principio, lo que más me sorprendió fue que la gente era muy amable. La notaba como sincera, no había ningún tipo de… Pero la cosa ha cambiado. No es lo mismo. Ahora te empiezan a clasear (clasificar), y cuando dices que eres de Ecuador, parece que caigas mal, con desprecio”, concluye. Agrega que tan pronto como consiga tramitar el cobro de los 600 euros que percibe del paro en Ecuador, se sumará a los, por ejemplo, 54.330 compatriotas que ya regresaron al país andino en el 2011.
Ahmed Alaanti, un marroquí de 40 años nacido en Chauen, vive en Las Quemadas (Córdoba). “Llegué a España en el2004. Mi último trabajo fue dar de comer a diez conejos una semana sí y otra semana no. El dueño me daba 50 euros al mes. Pero ahora ya no tengo qué hacer aquí. Todo son problemas, y cada día peor”, reconoce este hombre de origen rural que, al igual que el 50,7% de los 783.137 marroquíes que viven en España, no tiene trabajo.
“Vivo en una chabola, pero cuando llueve, todo se moja. Cada día voy a buscar hierro y chatarra. Me pagan 20 céntimos el kilo”, revela, tras explicar con su trabajoso castellano que en cuanto le sea posible se marchará a Tetuán para intentar vender verdura en algún puesto ambulante.
Sin embargo, pese a que este reportaje sólo recoge testimonios de personas que están a punto de regresar a sus países o de viajar a otros nuevos (EE.UU., Reino Unido, Suiza y Canadá son algunos de los más citados), es de justicia reseñar que hay seis millones de historias (tantas como inmigrantes llegados a España) y que muchas acaban bien. Pero no acostumbra a ser el caso de los últimos en llegar, como ocurre con la burbuja ¬inmobiliaria.
Por ejemplo, Helcy Maribel Ferrera, una hondureña de 26 años, madre de Yolan Isabel y Helcy Noemí, aterrizó en España en el 2011, cuando la crisis económica ensuciaba las portadas de los periódicos. Nacida en Cantarranas, como se sigue llamando a San Juan de las Flores por mucho que en 1889 el obispo fray Juan de Jesús Zepeda le cambiara el nombre, la mujer prepara el equipaje para regresar a Honduras con la sensación de haber desperdiciado una de sus últimas balas.
“Las cosas nunca son tan sencillas como parecen. Mi idea era venir tres años y regresar. Quería conseguir 250.000 lempiras (el equivalente a 4.830 euros) para levantar una casa, porque no tengo un compañero o un esposo que me ayude”, indica desde Salt (Girona), donde ha residido hasta la fecha.
“Me voy un poco mal, con un regusto amargo. La prima que tengo en España me pagó el billete y me dijo que se lo devolviera con lo que ganara, pero no le he podido reembolsar el dinero, así que me voy con la deuda de 1.500 euros”, confiesa.
“Yo en este país sufrí mucho. Gracias a la Cruz Roja tuve arroz, macarrones, leche, salsa, aceite, lentejas, zumo… De los 120 euros que ganaba al mes, mandaba 100 para mis dos hijas y para mi madre, que se quedaron allá, así que me quedaban 14 euros, porque el envío me costaba seis”, revela. Lo repite: pasaba el mes con 14 euros.
“Yo antes sembraba maíz, cortaba chile, lavaba camote (batata), abonaba… En el campo se pagan 120 lempiras (4,60 euros) por jornada”, indica Helcy Maribel Ferrera, aportando luz al hecho de que en el 2011 (ya con la crisis) todavía llegaran a España 457.650 inmigrantes. “En la maleta me llevo un trajecito para cada niña, un bolso para mi madre y otro para mí”, revela, empleando seis escuetos segundos en detallar los obsequios con los que regresa después de pasar 15 meses en España.
Si se trata de hacer las maletas, en el 2009 se presentó la exposición itinerante Memoria gráfica de la emigración española, en una de cuyas fotos estelares se observaba a un grupo de trabajadores con la maleta de madera en el suelo a punto de emigrar a Bélgica en 1957 o de huir del franquismo hacia México, Brasil o Argentina o simplemente de la pobreza, como hicieron entre 1882 y 1930 un total de 3.297.312 españoles. Unas imágenes que contrastan con los estereotipos xenófobos que circulan por España acerca de los inmigrantes –“nos quitan el trabajo”, “hacen bajar los salarios”...– por más que todos los estudios realizados no sustenten estas leyendas urbanas. Sin embargo, desde el 2011 el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) refleja un rechazo creciente a la presencia de extranjeros, hasta el punto de que casi el 60% de los españoles (siete puntos más que en el 2008) se muestra convencido de que los inmigrantes reciben más de lo que aportan, acaparan las ayudas sociales y abusan de la sanidad pública.
Pese a estos tópicos callejeros, los inmigrantes manifiestan que los españoles son menos racistas que los europeos del norte y, en términos generales, se muestran satisfechos con el trato que reciben. Hasta tal extremo llega esa gratitud que, por ejemplo, donan sus órganos en un porcentaje mucho mayor que en sus países de origen, como destacó en junio del 2012 el director dela Organización Nacional de Trasplantes, Rafael Matesanz. “Es un mensaje muy esperanzador porque ningún otro país de Europa lo ha conseguido. Hemos debido de hacer algo distinto”, aventuró.
De hacer caso a las encuestas, los colombianos son de los que más a gusto se sienten. No obstante, desde que comenzó la crisis muchos regresan a su país sin un solo peso en el bolsillo. “Es el retorno sin gloria de los emigrantes”, señala un locutor de Caracol Televisión para referirse a ellos. “Los inmigrantes que vuelven son un estorbo, incluso para sus familias”, interviene Álvaro Zuleta, un filósofo colombiano que vive en España, donde preside la Asociación Socio-Cultural y de Cooperación al Desarrollo por Colombia e Iberoamérica (Aculco) . “El que se fue, se fue, y tiene aceptación cuando está fuera, pero cuando regresa sin dinero y encima trae otros valores, nota que ya no cabe”, constata.
A juzgar por lo que cuenta José Edgar Gutiérrez, no parece que sea su caso. Nacido a unos 20 kilómetros de Cali (Colombia), este hombre de 50 años tuvo el buen criterio de no vender el taller de confección de ropa con el que se ganaba la vida en su país. “Allí están mis máquinas”, suspira aliviado mientras introduce sus enseres en la maleta con la que viajará a Colombia, bajo la atenta mirada de su mujer, que se queda un año más en España para continuar con el tratamiento que sigue contra el cáncer.
“Me marcho al no poder encontrar trabajo estable. Yo, en verdad, nunca pensé en venir, ni tampoco lo deseaba… Lo que sucedió es que mi mujer se vino acá a limpiar pisos y, para no perder la relación, tuve que seguirla... Ella me convenció”, reconoce Gutiérrez, triste por separarse de su mujer y de Alicante.
De hecho, la historia de los 175 millones de personas que se estima que en su día abandonaron en el mundo su tierra natal para probar suerte en otro sitio es la historia también del desgarro del adiós y de la nostalgia por los seres queridos. Algunos psicólogos se refieren a este proceso como “duelo migratorio”, por guardar relación con una pérdida (la pérdida de la familia, o de la lengua materna o de los amigos de la infancia, de paisajes cargados de recuerdos…).
Incluso aunque las familias se reagrupen, es habitual que algunos asuntos tengan difícil solución. Es el caso de Alexandru Marian Bica, un joven de 25 años que ha decidido quedarse a vivir en Barcelona, pese a que sus padres regresaron a Rumanía en junio del 2012.
“A mi padre le ofrecieron en el 2003 venir a trabajar a España con un contrato de soldador ganando el doble de lo que ganaba, y aceptó. Recuerdo que cada verano venía cargado de regalos. Así que, cuando mi madre perdió su empleo en la fábrica de vidrio de Rumanía en la que trabajó durante 20 años, decidió reunirse con él en Ripollet (Barcelona). Eso fue en el 2006. En el 2008 llegué yo. Yo ya quería venir tres años antes, pero mis padres me dijeron que primero acabara mis estudios en la universidad y que después ya veríamos. Y aquí estoy”, cuenta sonriente Alexandru, que ahora trabaja en una taberna vasca en el centro histórico de Barcelona.
Aunque hasta el año 2000 el colectivo rumano apenas aparecía en las estadísticas oficiales de inmigración, con 6.410 empadronados en España, en enero del 2008 los rumanos residentes en España sumaban ya 704.227 personas. Entre las posibles razones para explicar este éxodo masivo, el Estudio sobre la inmigración rumana en España, dirigido por Ramón Tamames, Miguel Pajares, Rogelio Pérez y Felipe Debasa, apunta que, en Rumanía, hacia el año 2000 los salarios más bajos comenzaron a recortarse todavía más, hasta situarse en el 2006 entre los 100 y 200 euros (la media en el país son unos 350 euros), mientras que los precios no cesaban de subir. A raíz de ello, tres millones de rumanos decidieron irse a vivir al extranjero, sobre todo a Italia y España (donde podría haber, a finales del 2012, unos 900.000).
Si en la época de vacas gordas muchos inmigrantes tenían por costumbre mandar dinero a su país, ahora empieza a suceder lo contrario. Los expertos se refieren a este fenómeno como “remesas inversas”. Es decir, para poder seguir pagando la hipoteca en España, algunos inmigrantes (sobre todo, sudamericanos) venden las propiedades que tienen en sus países de origen o recurren a la ayuda de familiares para no perder lo poco que tienen aquí.
“¡No te lo pierdas: me ayudan ellos en lugar de yo!”, exclama Imelda Locuna,  guineana de 46 años. “Me mandan 300 euros, 250, 400… lo que pueden cada mes. Los africanos tenemos familias muy grandes y siempre nos ayudamos”, recuerda.
En realidad, la historia de esta mujer daría para un libro: la primera vez que visitó España lo hizo como directora del orfanato de las misioneras de María Inmaculada de Malabo (la capital de Guinea Ecuatorial). Y, efectivamente, en la foto que muestra se la ve vestida de monja. De hecho, vino a España para tratarse de los fuertes dolores de cabeza que sufría, pero, una vez aquí, se sintió desatendida por su congregación religiosa y decidió colgar los hábitos. Un tiempo después conoció al padre de sus dos hijos. “Pero no dejé de creer en Dios. Sigo con mis creencias”, precisa para evitar malentendidos.
“Lo que más me gusta de España es que puedes andar tranquila por la calle, aunque también es verdad que me han robado varias veces el bolso en el metro... España, en general, es un país acogedor, pero a veces te dicen cosas. En Bon Preu (una cadena catalana de supermercados) fui la primera mujer negra en trabajar allí. Recuerdo que un día un cliente le preguntó al encargado: ‘¿No has encontrado a ningún español, que tienes que contratar a una negra?’. Pero el jefe me dijo: ‘Tú tranquila, no hagas caso’. En esta empresa me ayudaron mucho. También a veces por la calle me gritan: ‘Vete a tu país’, y yo les digo: ‘Mi país es este’, porque yo me siento española, aunque no tenga la nacionalidad”, cuenta.
Cada inmigrante tiene una historia que contar. Rosa Otiniano Andrade, peruana de 41 años nacida en Trujillo (en la costa norte) llegó a España en el 2003, tres años después que su esposo, Frany, quien, tras trabajar en la construcción durante varios años, decidió montar en el 2008 su propia empresa: Món Vertical (mundo vertical, en catalán). Sin embargo, en el 2010 Frany viajó a Perú y, cuando se disponía a regresar, le intervinieron en el aeropuerto de Lima dos chaquetas de cuero llenas de cocaína “que un paisano –asegura Rosa Otiniano– con el que mi marido había jugado al fútbol le pidió por favor que se llevara”. Está en prisión (este año saldrá). La empresa ya no existe, y su mujer ahora limpia pisos. Está ahorrando dinero para regresar junto a sus dos hijos que viven en Perú (el mediano ha permanecido junto a ella durante este tiempo).
Rafal Hetman, un joven periodista polaco que colabora con la Gazeta Wyborcza, abandonó España en el 2011, adonde llegó siguiendo la estela de Ryszard Kapuscinski, el autor de Ébano, El Sha y Viajes con Heródoto, como paso previo para viajar a Sudamérica. El pasado otoño regresó a España para cubrir las elecciones autonómicas catalanas y reiterar su admiración a Penélope Cruz y Pedro Almodóvar. “Me marché de Barcelona con la sensación de no haber podido realizar mis planes. Mi idea ahora es vivir y trabajar en Polonia. Creo que mi país ahora mismo está mejor, pero cada invierno sueño con regresar”, resopla.
Por último, Tom Hardy también se marcha a Londres. En su caso no es tanto la necesidad imperiosa de conseguir dinero como algo más intangible. “Yo aquí estoy contento, pero no quiero arrepentirme de no haber vuelto. Mi intención es estar el año que viene junto a mis amigos ingleses que ganan mucho más dinero que yo y sentir esa presión”, explica.
“Siempre que les digo a mis amigos ingleses que vivo en Barcelona, ellos dicen: ‘I’m so jealous’ (qué envidia), ‘I wish I lived there’ (ojalá yo también viviera allí)…, como si estuviera en el paraíso, pero también soy consciente de que piensan que soy un vagabundo... La gente que quiere ganar dinero y mejorar profesionalmente no se viene a vivir a España. Muchas personas necesitan en su vida la perspectiva de ir progresando”, señala Hardy en un perfecto castellano (para tratarse de un inglés…).
No se irá solo a vivir a Camden Town (el barrio donde residirá), sino que le acompañará su novia, catalana, que pasará a convertirse en una inmigrante más, como cada vez más españoles. Las últimas palabras de Tom Hardy expresan el sentir unánime de las personas que han participado en este reportaje: “Me voy triste. Ahora que me quedan pocos días para partir, siento nostalgia de muchísimas cosas y veo las calles de Barcelona de otra manera. Siento la melancolía de quien está a punto de perder algo… Es fácil decir que volveré, pero ahora mismo no puedo asegurarlo. Lo único que puedo decir es que noto que se está acabando un periodo de mi vida y que comienza otro”.

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